Nombre Sandra Julissa Martínez Rivera
Clave:21 4to Bachillerato
CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
. La luz
de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el
gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con
estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no
quedará en tinieblas »
Siempre
debemos de tomar en cuenta estas lindas palabras ya que solo Jesucristo nos
puede mostrar la luz y las cosas materiales los malos pensamientos nos enseñan
las tinieblas.
A Marta,
que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que
si crees verás la gloria de Dios? » (Jn 11,40). Quien cree ve; ve
con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros
desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
Siempre hay que creer y tener fe ya que es nuestra única
salvación y solo así veremos la gloria
de nuestro señor Jesucristo y también veremos aquella luz que ilumine nuestras
almas.
¿Una luz
ilusoria?
Sin embargo, al hablar de la fe como luz,
podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna
se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que
ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón,
ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía
como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber.
Que habrá
pasado con las personas que ahora les interesa otras cosas que la salvación por
que le prestaran tanta atención a las cosas del mundo si lo único que importa es tener la salvación.
. De esta
manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla
conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz
de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera
llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto
así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un
sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el
corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás
como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se
ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el
futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a
lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz
grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que
alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando
falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal,
la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y
vueltas, sin una dirección fija.
La fe ya nadie la tiene ya que lo miran como algo común y
piensan que es fácil de adquirirla.
Una luz
por descubrir
. Por
tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando
su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la
característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda
la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de
nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en
definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y
nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para
estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos
nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre
la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se
presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por
una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundente, la memoria de
la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de
vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae
más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela
vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más
amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la
oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina
Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe
como una « chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y
centellea en mí, cual estrella en el cielo »[4].
Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el
presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de
nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad
de luz.
La fe nos
abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si
queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino
de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el
Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar
destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se
revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a
la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere
un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni
tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de
una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con
el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra
que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
15. «
Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría
» (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba
orientada ya a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio.
Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la
fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de
venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13].
La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y
Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf.Rm 10,9). Todas las
líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a
todas las promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2
Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la
fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios,
que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la
vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la
manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige
en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2).
No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor,
como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es,
por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de
transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios
nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe
reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que
se asienta la realidad y su destino último.
La mayor
prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los
hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor
(cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también
por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los
evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la
mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y
amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la
Madre de Jesús, contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37):
« El que lo vio da testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice
la verdad, para que también vosotros creáis » (Jn 19,35). F. M.
Dostoievski, en su obra El idiota, hace decir al protagonista,
el príncipe Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra
de Hans Holbein el Joven: « Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe a
alguno »[14].
En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos devastadores de la
muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación
de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,
cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de
llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a
la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence
cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
La
plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe,
Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de
Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo
mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es
una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en
otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en
el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la
medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos
necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios.
Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18).
La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación
con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos
entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda
reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere.
Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf.Jn 14,10;
20,31), san Juan usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en »
Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque
él es veraz (cf. Jn 6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo
acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él
mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11;
6,47; 12,44).
Precisamente
porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que
establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es
presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído. San
Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, «
la fe nace del mensaje que se escucha » (Rm 10,17). El conocimiento
asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en
libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la « obediencia
de la fe » (cf. Rm 1,5; 16,26)[23].
La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir del tiempo,
necesario para que la palabra se pronuncie: es un conocimiento que se aprende
sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo
entre conocimiento y amor.
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