LUMEN FIDEI
1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta
expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se
presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que
cree en mí no quedará en tinieblas » (
Jn 12,46). También san Pablo se
expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno
de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones » (
2 Co 4,6). En el
mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al
Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día,
resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del
hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar
hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz.
« No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol »
[1], decía san Justino mártir. Conscientes del
vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el
verdadero sol, « cuyos rayos dan la vida »
[2]. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le
dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? » (
Jn
11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino,
porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no
conoce ocaso.
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de
muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz
podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos
nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de
una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que
impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su
hermana Elisabeth a arriesgarse, a « emprender nuevos caminos… con la
inseguridad de quien procede autónomamente ». Y añadía: « Aquí se dividen los
caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero
si quieres ser discípulo de la verdad, indaga »
[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir
de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia
humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un
espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.
3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha
pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita
convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la
luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener
certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta
de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá
de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer
a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin
embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar
suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al
hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la
búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con
pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir
el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir
el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar
vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues
cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que
la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar
toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede
provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que
venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que
nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos
apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor,
recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud
y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don
sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en
el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante,
la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente
fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha
resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro,
que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo »
aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe
no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la
Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la
describe como una « chispa, / que se convierte en una llama cada vez más
ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo »
[4]. Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que
crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el
horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente
necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: « He pedido por ti, para que
tu fe no se apague » (
Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus
hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro,
Benedicto XVI decidió convocar este
Año de la
fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría
de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos
desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del
Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La
convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la
fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas
de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el
cristiano Hierax: « ¿Dónde están tus padres? », pregunta el juez al mártir. Y
éste responde: « Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él
»
[5]. Para aquellos cristianos, la fe, en
cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una « madre »,
porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva
experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos
a dar testimonio público hasta el final.
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